Capítulo 1
Era noche cerrada. La luna llena lanzaba sus rayos creando en la habitación unas zonas de penumbrosa agonía donde los haces de luz chocaban, ya inertes, contra los objetos materiales que en aquella estancia reposaban. Una mesa rectangular con siete sillas a su alrededor presidía la sala. Las cortinas, que estaban abiertas de par en par, eran de un tono burdeos que, con el reflejo del satélite, producía un escalofrío a quien se acercara por primera vez a la estancia en una noche como esta. Sobre el techo, colgaba una enorme lámpara de araña en la que habían sustituido las bombillas por cirios cuyas llamas resultaban de color azul.
En la sala reinaba el silencio más absoluto, roto solamente por el respirar de la única persona que hacía acto de presencia. Estaba sentado en la silla más alejada de la puerta, presidiendo la mesa, con un ordenador que se había quedado en estado de suspensión y del que salía un cable en el que en su extremo opuesto estaba enganchado a un proyector que lanzaba una luz azul hacia la pantalla que estaba situado justo detrás de él, un poco escorada a un lado.
Miró su reloj, era ya casi medianoche, por lo que los invitados estaban a punto de llegar así que presionó la tecla “enter” repetidas veces hasta que su portátil obedeció y se desperezó. Arrancó rápido mostrando en la lona blanca un clon de lo que aparecía en el monitor.
Deslizó el dedo por el “touchpad” y clicó dos veces sobre un icono que había en el centro del escritorio: un documento de presentaciones de diapositivas digitales. La lona en la que hacía unos minutos destellaba una luz azul mutó y ahora luce de negro azabache con una frase de color blanca justo en el centro.
El teléfono móvil sonó rompiendo la armonía del silencio. El señor, que estaba aún sentado en la silla, lo cogió sin dejarlo sonar mucho, como si estuviera esperando esa llamada. No dijo palabra alguna. Solo se limitó a oír lo que decían al otro lado de la línea telefónica. Al colgar la llamada, miró en su reloj la hora: las 23:58 y apagó el móvil. Se dirigió hacia el perchero que estaba situado a un lado de la puerta y lo guardó en el bolsillo interno de su americana. Miró a su alrededor comprobando que todo estuviera en un estricto orden metódico. Tres sillas a cada lado de la mesa y la suya presidiendo. En el centro, dos bandejas de plata de ley con sendas jarras de agua. Frente a las sillas, una carpeta negra para cada asistente y un vaso de tubo, boca abajo, sobre una servilleta negra.
Volvió a mirar la hora, medianoche. Abrió la puerta y cedió el paso a los invitados que, justo en ese momento, se estaban acercando a la sala de reuniones.
Los sietes tomaron asiento sin mediar palabra. Todos sabían dónde se debían sentar cada uno de antemano. De ese modo, todos pudieron observar que en la portada de la carpeta había escrito a mano un alias. En rotulador blanco. Y que ese alias, correspondía al que había rotulado en el respaldo de la silla. No había lugar a equivocación.
El silencio ya no era tan sepulcral. Se oían respiraciones de todo tipo, algunas casi imperceptibles, otras producidas por grandes fosas nasales deterioradas por el tabaco y los años. Pero no había ruido ni desorden. Todos sabían a la perfección qué debían hacer al llegar al edificio.
Una azafata entró en la sala, sin llamar a la puerta, simplemente la abrió. Introdujo un carro cubierto por una sábana y lo empujó hasta una de las esquinas de la sala. Después, le dio la vuelta a cada uno de los vasos que había sobre la mesa y sirvió agua de la jarra, sin llegar a colmarlos. Las dos jarras se acabaron y la señorita las retiró dejando en la mesa un espacio más amplio. Se dirigió al carro y lo guardó todo en la repisa inferior. Del mismo lugar, retiró siete plumas estilográficas que repartió a cada uno de los allí presentes, empezando por el anfitrión.
Acabado el protocolo de recepción de invitados, la azafata salió dejando en la estancia el carro con el que apareció. Tras cerrar la puerta, los siete se pusieron en pie, dejando sonar las sillas arrastrarse tras ellos. Todos, como si estuvieran sincronizados, alzaron su dedo índice de la mano izquierda al techo y colocaron el puño derecho en el pecho, a la altura del corazón. Cerraron los ojos con fuerza y, haciendo gran estruendo, gritaron al unísono una sola palabra, una letra mejor dicho: «A». Acto seguido, volvieron a tomar su asiento dejando la sala en un estado de total calma.
El anfitrión se puso en pie llamando la atención de todos los allí presentes. Sus manos jugueteaban con un aparato que tenía cierta similitud a un mando de apertura de las puertas de un garaje, pero que contaba con dos botones.
En ese momento, los asistentes tomaron su pluma y abrieron la carpeta y comprobaron, como era ya costumbre, que la primera hoja era un cuadrante donde debían apuntar la hora de todo lo que en las reuniones se decía. Se tenía que apuntar hasta el más mínimo detalle. Todos hicieron lo mismo, esa hoja la extrajeron de la carpeta y la pusieron más a su alcance ya que era la que más iban a usar. Así mismo, todos apuntaron sobre ella lo mismo: “00:07 el presidente de la sala se pone en pie para comenzar, oficialmente, la reunión”.
Cuando el anfitrión comprobó que todos habían terminado de escribir, con letra inteligible, aquella frase se dispuso a llamar la atención haciendo un leve carraspeo de garganta, siempre sin hacer un excesivo ruido, sin perturbar la tranquilidad. Sin más pompa de la necesaria.
Todos dejaron la pluma estilográfica sobre el folio de la cuadrícula y alzaron la mirada hacia el presidente de la sala que estaba mirando la pantalla en la que se podía leer: “El proceso” con unas imponentes letras blancas sobre el fondo negro.
Comenzó a explicar las referencias y órdenes a cada uno de sus invitados. Cada uno de ellos estaba identificado con un nombre en clave, característico de cada país de origen.
Dividió a los seis miembros en tres parejas y comenzó a darles órdenes. El grupo primero estaba compuesto por Marc, un empresario belga y Jan, un joven policía neerlandés con grandes expectativas de futuro dentro del cuerpo. El segundo, lo componían Aaron, inglés, magnate del petróleo y Enrico, un empresario e influencer italiano. Para acabar, el tercero de los grupos estaba formado por un político francés, Pierre y un empresario del sector turístico de Portugal, Aleixo.
El comandante de esta operación se levantó de su silla cuando mencionaba estas parejas dando una vuelta alrededor de la mesa, por detrás de cada uno de los integrantes y dándoles una palmadita en la espalda a cada uno mientras sostenía en su rostro un aspecto de preocupación y seriedad. Entre sus dedos sostenía el mando digital que le servía para ir pasando las páginas de la diapositiva sin tener que agacharse para pulsar una tecla.
La segunda diapositiva mostró las parejas mediante fotos de los integrantes. Los participantes no torcieron su gesto en ningún momento. Sabían que estaban allí en favor de la causa y eso no permitía ni malos ni buenos gestos.
El presidente de aquel pequeño comité comenzó a dirigir la orquesta metafórica:
–La primera pareja de las mencionadas con anterioridad tendrá que disponer de un coche, todoterreno a ser posible. Comenzaréis vuestro acto de servicio a nuestra causa a la altura de la estación de metro del Liceu. Tiempo estimado de llegada al punto de encuentro: 6 minutos máximo.
Los dos hombres se miraron y luego apuntaron los escasos detalles que el comandante les había ofrecido.
–Más al norte –continuó señalando a los integrantes del grupo segundo– vosotros os bajaréis del metro en la estación de la Monumental, os acomodaréis en vuestra tapadera, a vuestra elección, y comenzaréis vuestros actos de fe en la Sagrada Familia.
Aaron y Enrico hicieron lo mismo que sus compañeros, unas escasas notas y garabatos sobre un mapa cogieron forma casi ininteligible.
–Ustedes dos –señalando a los dos restantes– os encargaréis de la extracción –dijo mientras lanzaba a Aleixo unas llaves de un coche–. Esta furgoneta estará aparcada en un subterráneo, sabréis cual es en su debido momento. ¿Alguna duda?
Como era de costumbre en las lecciones del comandante, nadie se quedaba con dudas. Todos sabían a la perfección cuál debía ser su cometido. Daba igual si eran novatos o expertos. No cabía lugar a la duda.
–El domingo –dijo para finalizar–. Este domingo comenzarán los actos.
Solo quedaba alrededor de treinta horas para que los actos de fe comenzaran. Todo estaba debidamente calculado y aquel grupo no se volvería a encontrar hasta después de los actos que estaban planeando para aquel día. Un día en el que se despedirían por un tiempo.
Jan y Marc bajaron del metro en el paseo marítimo de Barcelona. Estaban vestidos ambos de corte casual, unos tejanos y una camiseta de manga corta. La diferencia era que Marc llevaba una mochila en su espalda. Ambos caminaron despacio, pero sin pausas, hasta el primer aparcamiento público que encontraron. No les costó mucho ya que lo tenían marcado en su mapa. Más tiempo les costó encontrar un vehículo de acuerdo a las especificaciones del comandante. Al final, acertaron con el vehículo que estaban buscando. Se trataba de un todoterreno de corte de la época. Un Nissan Terrano con un gran paragolpes delantero y con la suspensión elevada. Jan usó su ganzúa especial para abrir el coche mientras Marc activaba un dispositivo para neutralizar la alarma. Una vez las puertas estaban abiertas colocaron el dispositivo en la guantera. Marc sacó de su mochila un par de camisetas negras de manga larga y un par de máscaras. Las caretas eran de cuero y emulaban a las que usaban los antiguos médicos de la peste.
El segundo grupo subió a la superficie en la estación de la Monumental. Ellos llevaban unos vaqueros y una sudadera. Ambos se escondieron en un portal para quitarse esa indumentaria y dejar a la vista la que llevaban justo debajo. Unas mallas deportivas largas y una camiseta de manga larga negra.
La ropa que se habían quitado la introdujeron en una mochila que llevaban y de la cual sacaron las máscaras y unas pelotas y bolos de malabares. Con la indumentaria puesta, comenzaron a hacer malabares por las calles, recorriendo así los metros que separaban su punto de salida con el de acción.
Por el camino, soltaron la mochila en un contenedor que ardió tras sus pasos. No dejaron de hacer malabares con aquellas pelotas de globo rellenas de alpiste de pájaro y unos bolos que habían comprado a un malabarista el día anterior.
Poco a poco el tiempo se iba consumiendo y necesitaban llegar al punto de salida de los actos. Iban retrasados pero con suficiente margen. Una voz por el pinganillo de la oreja sonó y les advirtió de que les quedaba un minuto para que dieran comienzo su «espectáculo». Ambos se dieron más prisa.
Eran personas sanas y deportistas, por lo que no les molestó comenzar a correr un par de cientos de metros antes de la cuenta.
Así lo hicieron. En cuanto llegaron a la plaza de la Sagrada Familia, abarrotada de barceloneses y turistas, sacaron de sus guardas un cuchillo y, sin dejar de correr, comenzaron a acuchillar, rebanar y apuñalar a todas las personas adultas que se encontraron por el camino, atravesando la plaza completamente y dejando más de cien víctimas a su paso.
El grupo de extracción encontró un coche de siete plazas que estaba bien situado cerca del punto de reunión. Lo abrieron sin discreción, de un golpe en la ventanilla y le hicieron un puente para arrancarlo. Debían de estar muy atentos al pinganillo y a los dos horizontes de los cuales podían llegar sus compañeros.
El primer grupo comenzó su trayecto, despacito y sin llamar la atención, hasta que entraron el la calle de Las Ramblas. Un acelerón marcó el pitido inicial del partido. El coche comenzó a ganar velocidad rápidamente hasta que golpeó a la primera de las víctimas. Sin detenerse siguió acelerando y arrollando a una gran multitud de personas que por allí caminaban sin saber el final que les esperaba en aquel plácido domingo de tiendas abiertas.
Innumerables heridos y fallecidos dejaron a su paso, llegando al punto de encuentro, Verdaguer, en menos tiempo del estimado.
El plan estaba saliendo a la perfección. Soltaron el coche y corrieron, aún con la máscara, hacia sus compañeros. Los cuatro estaban dentro del coche, ya arrancado, esperando al grupo de a pie. No tardaron mucho en llegar. El coche comenzó a moverse y tanto Aaron como Enrico entraron con el automóvil en marcha.
No recorrieron muchos metros cuando en la puerta de un aparcamiento subterráneo vieron un cartel propagandístico con la cara del Comandante. No lo dudaron y entraron. Descendieron hasta la última planta y aparcaron el coche. Todos se cambiaron de ropa a algo casual y, nuevamente, jugaron con fuego prendiendo el coche para no dejar rastro. Aleixo pulsó varias veces el botón de la llave del coche que el anfitrión de aquella reunión le había dado.
De pronto, los intermitentes de una Mercedes Vito de color negro parpadeó. Era un vehículo diplomático con matrícula portuguesa. Aleixo se montó en el lado del piloto y el resto lo hicieron detrás.
Saliendo del parking oyeron por el pinganillo la última de las órdenes.
–Venid a recogerme al Palacio Güell, tenemos un largo camino hacia Portugal.